“La princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.”
Y se detuvo. Me miró como si quisiera inventarse un millón de historias más que la hicieran princesa, Como si yo pudiera cambiarle la dirección de su camino. Casi no sonreía, su mirada estaba perdida en aquellos versos que conoció en una clase de literatura y cuando sus pómulos se mantenían tersos y jóvenes. Todavía se apreciaba la energía de sus ojos, con el mismo azul turquesa. Unos ojos también maduros, con millones de imágenes a color guardadas en la cubierta, dispuestas a viajar por cualquiera de los momentos ya disfrutados, ya finalizados. Eso no cambió. Su vida no fue sino un paseo práctico, una delicia empírica, de la que sólo podía arrancar lecciones de vida, capítulos intensos de amor y preservadas memorias que son sólo suyas, y que las quiso compartir conmigo. Y qué feliz que era al recordarse entre la multitud, entre personas también esculpidas por el tiempo.
Intentaba decirme con la mirada lo que con su voz no podía. Cualquier sobresalto era una pericia más. Y sus manos dejaron de sentir, dejaron de hablar por ella. De repente, sonrió en forma de despedida. Dejando en el corazón cada historia, cada palabra, cada resquicio desmesurado.